19 de febrero de 2010

Sentado en las rocas de mi playa favorita

Este es un relato que escribí hace tiempo, en memoria de todos aquellos hombres y mujeres que un día se fueron a la guerra, unos volvieron otros no, pero su alma siempre estará revoloteando junto a ese mar inmenso, esa playa, esa montaña que todos tenemos como nuestro rincón para pensar, sentir, meditar o simplemente encontrarnos con nosotros mismos.



Sentado en las rocas de mi playa favorita

Sentado en esas rocas, que hacen romper las olas de la Barceloneta, cada día, a eso de las seis de la tarde voy y me siento durante más de dos horas recordando……

Me había sentado junto a la ventanilla, para no perderme el placer de visualizar aquellos maravillosos parajes. Recordé cuando tan solo tenía 5 años los viajes con mi abuela, asientos de madera, el traqueteo de los vagones, el ruido ensordecedor de aquella chimenea de humo negro y el revisor que siempre me miraba con unos ojos de dulzura. Regresamos a Barcelona desde la Pobla de Masaluca-Faió, yo estaba triste, me acordaba de esos maravillosos días en el pueblo, corriendo, jugando entre las calles y las casas blancas envueltas en rosales rojos, amarillos y blancos, de inolvidable perfume a felicidad.

Llegaron los soldados por la carretera, cerca del embalse. Llegaban deprisa y con las armas en alto. Yo miré a mi padre, mis ojos lanzaron una especie de luz, se enmudecieron y mi padre se puso a llorar.

Estaba sentado junto a su diminuta maleta, cerca del fuego, del hogar que había construido con sus manos, ahora tenía que irse, salió de la casa por la puerta de atrás y mirando con los ojos llenos de lágrimas subió al tren, el mismo que cada día pasaba cerca de la casa y del que jamás pensó que sería su salvación.

Ahora estos días azules y este sol de la infancia me recuerdan aquellos días pasados, en que la ausencia se hacía cada día más inquietante, no saber dónde, como estaba.

Recibía alguna carta, con remitente falso, pero sabía que era de mi padre. Mi madre decía que era viuda, no quería que nadie supiera que aquel hombre grande, humano, tierno y trabajador había que tenido que huir, había tenido que dejarlo todo en un día como hoy, dónde el azul del cielo se confunde con el color del mar. Dónde el sol, ese sol de mi infancia me recuerda que ya no volví a verlo. Ahora con cincuenta años me siento en las rocas de está playa de ciudad, y mirando el mar recuerdo aquel día de su partida, recuerdo sus ojos, su expresión inquietante de miedo, de rabia controlada por ese carácter humano que tenía. La impotencia de no poder llevarse consigo aquello que más quería en la vida.

Han pasado ya más de cuarenta y cinco años y no dejo de pensar en él y en toda la soledad que debió parar por su vida. Se fue y no volvió como tantos, vivió sin aquello que más quería, pero me dejo esa imagen de ese día tan bello, me dejó su bondad, su humanidad, y sobre todo me dejó la huella del valor.

Marian R.L.

No hay comentarios: